lunes, 3 de mayo de 2010

Los soldados del surco. II


Detrás de nosotros estamos ustedes, está el rostro de todas las mujeres excluidas, de todos los indígenas olvidados, de todos los homosexuales perseguidos, de todos los jóvenes despreciados, de todos los migrantes golpeados, de todos los presos por su palabra y pensamiento, de todos los trabajadores humillados, de todos los muertos de olvido. De todos los hombres y mujeres, que no son vistos, que no tienen mañana.

mayor Insurgente Ana- CCRI EZLN, 1996

Dicen que la ilusión viaja en tranvía, y la realidad en locomotora. A lo largo de 24 años que duró el acuerdo binacional del programa Bracero (1942 a 1966), se firmaron 5 millones de contratos que beneficiaron a casi 2 millones de mexicanos, a los que hoy se les debe una cantidad estimada entre 500 mil y mil millones de dólares.

De Buenavista seguían una larga travesía a bordo del ferrocarril, hasta llegar al vecino país del norte. Estando allá muchos relatan con impotencia la revisión de la que fueron objeto. Pedro Grande Valencia, de Tlaxcala, recuerda: "nos revisaban los ojos, los pulmones, el vientre, nos empinaban y con una lámpara veían si no tenías almorranas, y nos manoseaban para ver si teníamos alguna enfermedad contagiosa".

Durante la revisión eran fumigados como animales, el olor a criolina sobrevive en su memoria. Lo peor estaba por venir. Así lo cuenta Francisco Vázquez Ramírez, originario de San Luis Potosí: "Nos tenían en barracas techadas con lámina y muchos hasta lloraban del frío. Nos daban cobijas viejas y colchones sucios.

El patrón nunca nos dio alimentación. La jornada de trabajo era de hasta 17 horas y nunca pagaron el tiempo extra. Sufrimos bastante, los mayordomos nos maltrataban y muchos mejor se ponían a llorar para no perder la chamba. Nunca hubo dignidad para nosotros”.

El convenio incluía consideraciones relativas al respeto de niveles mínimos de jornales y condiciones de vida y trabajo: hospedaje adecuado, no discriminación, transporte, seguros; condiciones que aunque no siempre se cumplieron, establecían parámetros reconocidos a los cuales acogerse.

Siendo un muchacho, Florencio Martínez Hernández se fue de su pueblo p’al norte a trabajar de bracero. Indígena oriundo de Tlaxcala, hablaba náhuatl y castellano.

En los campos de trabajo estaba penado con la deportación inmediata a México cualquier protesta o queja. Pero Florencio Martínez participó a fines de los años 50 en una de las pocas protestas exitosas: la huelga de 160 braceros –la mayoría indígenas– en Fresno, California. Al final lograron que les pagaran casi como a los jornaleros locales.

Cuenta don Flor, como le dicen en su tierra: "Hablábamos en mexicano y no nos entendían, de esa manera pudimos organizarnos aunque estaba prohibido y luchamos por un pago justo. Hicimos la huelga en mexicano". "En ese tiempo, a los mexicanos que vivían en Estados Unidos el patrón les pagaba 10 dólares por carro de uva (unas dos toneladas), en cambio a los braceros nos daban cinco."

"Les propuse: ‘mañana hablamos en náhuatl y vamos a hacer huelga para que nos paguen lo justo’. Todos estuvieron de acuerdo. A la mañana siguiente, nos levantamos como de costumbre, limpiamos la barraca y desayunamos, pero ya no fuimos a trabajar. Los patrones no sabían qué pasaba. Nosotros discutíamos en náhuatl para ponernos de acuerdo, pero ellos no entendían. Así empezamos la huelga que duró un mes. Hasta trajeron una grabadora que escucharon varias veces pero tampoco entendieron. Nosotros no entendíamos el inglés ni ellos el mexicano, estábamos parejos.

"Por medio del japonés le dije al patrón que si no nos daban lo justo, mi gente no salía a trabajar. El me dijo en inglés que quién era yo, que no quería líderes sino gente que trabajara. Le respondí que veníamos a trabajar pero que se habían comprometido a pagarnos bien".

Fue el único diálogo con el patrón, cuenta Florencio. "Después de eso, ya no hablamos en español sino en puro mexicano. Nos amenazaban con regresarnos y nosotros respondíamos en mexicano. Así seguimos en huelga. La huelga terminó hasta que el patrón aceptó pagarnos 9 dólares por carga. Después cumplimos dos contratos de 45 días".

  • La historia que fue callada

Mientras tanto, las esposas de los braceros, librarían sus propias batallas:

“Me quedé sola en el campo, con mis hijos, uno de brazos. No había
agua y había que traerla hasta el municipio, íbamos a lavar lejos. Él se fue 45 días de tres años seguidos. Había que hacer la milpa, desyerbar, traer leña pa´ la cocina. La tierra era de mis suegros”.

La realidad es que, en muchos de los casos, el marido mandaba el dinero a sus padres y había que pedírselos a ellos. “Entonces el dinero se tenía que repartir también con los suegros”. “Tuvimos problemas con los suegros y los cuñados que le contaban cosas al marido.” “Mi suegra le decía que lo poquito que me mandaba, me lo malgastaba.”

Curiosamente, los recuerdos más penosos tienen que ver con la siempre presente preocupación por sus compañeros: “A veces me escribía mi esposo. Pero no me platicaba que le pasaba, donde estaba, sólo preguntaba por la familia.” Por otras mujeres sabía: “Que helaba mucho por allá, y que la pasaban mal.” Sea por comunicaciones de ellos mismos, por comentarios de la familia, o de las personas del pueblo, la mayoría conocía al detalle las dificultades que sus maridos enfrentaban.

“Cuando llegaba el dinero, llegaba en cheque y en dólares. Lo cambiábamos en el banco y con eso pagábamos las deudas. Lo que sobraba era para comer.” “Tenía sus papás. Y tenía que dar a sus papás, y ellos le daban a sus demás hijos.” “Yo nunca cambié el cheque. No sabía dónde ni cómo cambiarlo, esperaba a que él llegara y ya él lo cambiaba.” “Como cuando se fueron no tenían dinero para irse, tenían que empeñar lo que teníamos: las escrituras de las tierras (de los padres) o de las casas, para pedir prestado. Y con el dinero que juntaban había que pagar las deudas.” “Y los réditos.”

El sueño americano, poco duro, pues a su regreso los braceros se encontraron con que lo trabajado, poco había valido monetariamente; por lo que tenían que regresar a trabajar al campo gringo.